Como el que mucho
abarca poco aprieta, termina por no ser ni novelista ni cuentista ni
cronista ni poeta, por haber querido ser todas esas cosas a la vez. El
escritor compulsivo se levanta y se sienta, mira la hoja o la pantalla
en blanco y espera alguna señal del más allá. El sismógrafo está quieto;
nada parece estar vivo en su interior. Al fin una vocecita le dice:
“empieza así: como quieres hablar de la crónica usa una palabra que
tenga que ver con lo cronológico, con el tiempo, por ejemplo: un
escritor crónico”. Y así, el escribidor empieza: Un escritor crónico… Y
sigue. Lo que importa es empezar, después una frase lleva a otra y se
termina el primer párrafo.
Cuando
uno tiene por oficio escribir, se sienta y siente su estado de ánimo.
El ánimo le dice que ese día está novelista (y empieza un capítulo), o
está cuentista (e imagina una historia), o está poeta (y un primer verso
nace de la nada), o está articulista (y el artículo sale, frase por
frase). La novela, el cuento, la poesía, el artículo, son géneros
literarios sentados. Nunca he sido poeta, pero a veces estoy poeta. Sin
embargo nunca se puede estar cronista; para ser cronista hay que salir,
pues uno no puede sentarse a escribir una crónica de la nada. La crónica
exige pasar mucho tiempo de pie, o en el camino, en la calle, mirando,
averiguando, apuntando. Para quienes practican los géneros literarios
sentados el genio está en las nalgas: en la capacidad de aguantar ahí
quietos, en el asiento, sin levantarse, y pulir, cambiar, mejorar,
consultar diccionarios. Pero para practicar la crónica el genio está en
los zapatos.
Quien quiera ser buen
cronista tiene que andar a pie, y tener buenos ojos, buenas orejas, y
desarrollar ese otro órgano que los buenos cronistas comparten con
algunos insectos y con la televisión: las antenas. El cronista debe
tener antenas para ver —como ve el bastón del ciego— lo que se nota sin
verse, y antenas para detectar y sentir donde están las historias. El
cronista tiene un lema que en español puede decirse con siete
monosílabos: si no se va no se ve. El cronista tiene que ir a ver para
empezar a apuntar. El cronista tiene que ir porque el cronista es
testigo y lo que escribe consiste en dejar un testimonio. El cronista
testifica que tal cosa ha sucedido, efectivamente, porque la vio con sus
ojos, o porque estuvo hablando con quienes la vieron y recorrió los
mismos sitios donde aquello ocurrió.
Solo
después de haber ido a ver, a pie y con ojos y con orejas y con
antenas, el cronista también necesita —como el poeta, el novelista—
sentarse en el asiento y tener buenas nalgas. Comprimir en palabras el
relato de lo sucedido, en un orden no necesariamente cronológico, pero
sí que resulte ordenado en su cabeza y en la cabeza del lector. El
cronista se sienta a traducir su experiencia mental, a las palabras bien
escogidas de su lengua, en nuestro caso, del idioma español. Y en ese
momento usa los recursos de los géneros sentados —novela, cuento,
artículo, poema— de tal manera que lo que vio en la calle, lo que
averiguó oyendo y preguntando, se transcriba en palabras con gracia, con
recursos aprendidos de la lectura y del ejercicio insistente de la
escritura.
El cronista, después de
mucho caminar, de mucho ver y oír y preguntar, se sienta a escribir. Y
ahí no debe oír una voz interior, como el novelista, ni atender a una
música secreta, como el poeta, sino seguir los límites de la crónica,
que no son otros que los de la verdad (jamás mentir) y los de la
canallada (nunca contar lo que no puede ser contado, porque viola la
intimidad o la dignidad de las personas). Y nada más; eso es todo; así
de fácil. Así de difícil.AUTOR
Héctor Joaquín Abad Faciolince es un escritor y periodista colombiano,
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